Da vergüenza llorar delante de alguien. Pedir un pañuelo, una servilleta, terminar sonándose los mocos, en el mejor de los casos, con un pedazo de papel higiénico, sorbiéndose la mitad y siendo consciente del recorrido lento de las últimas lágrimas, deslizándose por el costado de las arruguitas alrededor de los ojos, colgándose desesperadamente de las pestañas como si temieran caerse a un abismo.
Da vergüenza cuando el cuerpo se sacude y se agita sin que uno pueda hacer nada. Ni preocuparse siquiera por el maquillaje perfecto arruinado, como una máscara de yeso blando que se lavara con la lluvia y quedarse despojada de todo lo que es para los demás, sin ninguna barrera, más desnuda que desnuda.
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